Espacio de discusión, consenso y crecimiento sobre temas relacionados a la Enfermería, siendo el núcleo de la misma los Cuidados de Enfermería al individuo, la familia y la comunidad en las distintas etapas de la vida, así como en las diferentes situaciones de salud Lic. Roberto Burgos

sábado, 9 de febrero de 2008

La parte Humana, que nos cuesta a todos

¿Podemos ser tolerantes?


En un libro publicado en 1980 (Guerra de trincheras 1914-1918: el sistema de vivir y dejar vivir), el historiador inglés Tony Asworth cuenta un fenómeno poco divulgado de la Primera Guerra Mundial. La cercanía de las trincheras enemigas, que a veces no distaban más de 15 metros, hizo que en un momento los soldados de uno y otro bando empezaran a ver en sus contrarios a alguien muy parecido a ellos mismos. Cuando dejaron de ser anónimos, cuando tuvieron rostros y voces, les resultó difícil odiarse porque sí. Ante esta comprobación, en lugar de aniquilarse rápidamente, cosa que la corta distancia hubiese permitido, comenzaron a desarrollar sentimientos amistosos y hasta acabaron por celebrar en forma conjunta las Navidades. Había largos períodos de calma y una especie de acuerdo tácito y mutuo de no atacarse. Esto desconcertó y enfureció a los jefes, a tal punto que, en febrero de 1917, el comandante de la decimosexta división de la infantería británica emitió un bando por el cual prohibía terminantemente entrar en contacto con el enemigo (a menos que fuera para liquidarlo) y prometía severos castigos para los infractores.


Han transcurrido desde entonces noventa y un años. Hoy y aquí, la vida cotidiana parece a menudo una guerra de trincheras. La calle, los espacios laborales, los lugares públicos, las relaciones sociales y a menudo también las íntimas, la arena política, los campos deportivos, e incluso, con inquietante frecuencia, las tramas familiares o los vínculos de pareja semejan escenarios de permanentes batallas. Y parecería, además, que aquel bando del comandante británico tuviera plena vigencia y obediencia. El armamento más común incluye la descalificación, la impaciencia, el prejuicio, el juzgamiento rápido y sin pruebas, la indiferencia, la manipulación, el ventajismo, el desprecio hacia las necesidades o prioridades ajenas. Todo esto puede sintetizarse, finalmente, en una sola palabra: intolerancia.

Sujetos y objetos


Tolerancia, define la Real Academia de la Lengua, es el respeto y la consideración hacia las opiniones y las prácticas de los demás aunque sean diferentes de las nuestras. La intolerancia, su opuesto, suele ser distintiva de aquellos entornos en los cuales el otro es visto como ajeno, como amenazante, como un obstáculo o, en el mejor de los casos, como un simple medio para la obtención de un fin. Según señalaba el gran pensador humanista austríaco Viktor Frankl, autor de El hombre en busca de sentido y creador de la logoterapia, en ese entorno se deterioran las relaciones de sujeto a sujeto (en las que cada persona es registrada y aceptada por la otra como quien es y cada sujeto resulta, para el otro sujeto, un fin en sí mismo) y se instalan, en su reemplazo, los vínculos de sujeto a objeto (en los que el otro sólo es percibido en función de si “me es útil o no me es útil”). Así, cuando alguien no es “útil” (como socio, como amigo, como conciudadano, como pareja, como vecino, como coparticipante de una misma actividad), interfiere, estorba, molesta, distrae, resulta intolerable. Se instala la intolerancia.



¿Cómo se llega a esto? La psicoterapeuta Connie Zweig, especializada en la obra de Carl Jung (figura fundante de la psicología contemporánea) y estudiosa de los aspectos oscuros de la naturaleza humana, dice que basta con leer los diarios de cada mañana, ver los noticieros de la televisión, observar el comportamiento de las personas, para llegar a la conclusión de que “el mundo se ha convertido en el escenario de la sombra colectiva”.


Sombras y algo más


La sombra, recuerda Zweig, es aquello que, como definió Jung, expulsamos de nuestra conciencia, no aceptamos como parte de nosotros mismos y depositamos en otros. La sombra es la cara opuesta del ego. El ego es nuestra identidad pública y “oficial”, aquello que aspiramos a ser, la imagen que deseamos que los otros tengan de nosotros. ¿Qué hacer, entonces, con nuestros aspectos no deseados? Se los atribuimos sólo a los otros y, cuando los advertimos en ellos, nos volvemos intolerantes hacia esas personas.


La clásica novela del escritor escocés Robert L. Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde es un planteo visionario sobre esta cuestión. El doctor Jekyll, un científico intachable, encierra en sí al señor Hyde, un epítome de la maldad, y hasta desea ser como él, cosa que sólo consigue a través de una pócima de su invención que lo transforma y le hace perder el dominio de sí. Cuando está lúcido y consciente, Jekyll aborrece a Hyde, no lo acepta, lo odia hasta desearle la muerte. “Los conflictos externos son manifestaciones de conflictos internos. Si alguien odia a otro, si no lo tolera, es porque de alguna forma se odia a sí mismo, no tolera aspectos propios que ve en aquél”, explica al respecto Lou Marinoff, asesor filosófico y autor de Más Platón y menos Prozac.

Zweig, Jung, Stevenson y Marinoff parecen coincidir, desde diferentes lugares, en que la intolerancia tiene un origen interno. Es decir, en que “como es adentro es afuera”, según se suele afirmar. Y en esta misma dirección se mueve Daniel Goleman, divulgador científico y creador de la categoría inteligencia emocional. Goleman lo observa desde la empatía. Aún más que la tolerancia, sería la empatía el verdadero opuesto de la intolerancia.


Empatía es la capacidad de una persona para participar y resonar afectivamente en la realidad de otra, para vibrar en una misma longitud de onda emocional. De allí nace la comprensión y deviene la aceptación. Es imposible empatizar si primero no se registra a la otra persona, si no se la observa con una mirada abierta y receptiva, no mecanizada, no automatizada. Como cada uno de los pasos y de los ingredientes con que se construyen y sostienen los vínculos humanos sólidos y enraizados, la empatía requiere tiempo y dedicación, presencia activa, no virtual ni formal, no espasmódica ni superficial.


Sordera emocional



“La empatía se construye sobre la conciencia de uno mismo; cuanto más abiertos estamos a nuestras propias emociones, más hábiles seremos para interpretar los sentimientos –sostiene Goleman–. Quienes no pueden interpretar sus propios sentimientos, se sienten totalmente perdidos cuando se trata de saber lo que siente alguien que está con ellos. Son emocionalmente sordos.” Desde esta perspectiva, entonces, la intolerancia podría ser definida como una suerte de sordera emocional.


Así como el exceso de ruido puede derivar en sordera, también la desproporción de bullicio exterior puede contribuir a esa marcada hipoacusia emocional que Goleman define como alexitimia. Cuando más se desentienden las personas de sus necesidades profundas y trascendentes, necesidades de orden afectivo y espiritual (no necesariamente religioso) que no pueden tocarse, pesarse, medirse ni valorarse en términos económicos, cuando se diluye la conciencia de que cada vida es parte de un todo, que la incluye y le da significado, se quiebra un sutil equilibrio existencial y el ruido exterior invade todo el ámbito del ser. A esto aluden y aludieron con insistencia agudos y lúcidos pensadores y observadores del paisaje humano, como el propio Frankl, Erich Fromm, Zygmunt Bauman (con su concepto de vida líquida, como vida sin consistencia ni permanencia), Sam Keen, Ernesto Sabato, Albert Camus, entre tantos más.


El ruido exterior es producido por el consumo ansioso y obsesivo (de bienes, de experiencias, incluso de personas), por la sucesión de vivencias inconclusas (no hay tiempo para permanecer hasta el final de los procesos, para conocer a las personas), por la carrera detrás de medios convertidos en fines (como el dinero, el éxito, la figuración social, el poder). Se trata de un bullicio paradójico. Cuanto menos contacto con el espacio interior (psíquico, emocional, espiritual y afectivo), mayor vacío en ese espacio, mayor angustia existencial. Y, para tapar el efecto desolador de esta angustia, se busca aun más bullicio. Insertadas en ese círculo angustioso, las personas se desconocen, no se reconocen como semejantes, sucumbe la empatía, se entroniza la intolerancia.



De esto trata, en parte, la muy bella novela Elizabeth Costello, del autor sudafricano J. M. Coetzee, premio Nobel de Literatura en 2003. Elizabeth, la escritora protagonista (un álter ego del autor), reflexiona acerca de las grandes tragedias humanas, acerca de la intolerancia, el genocidio, los desencuentros entre las personas, tanto en lo social como en lo cotidiano. Y piensa que ocurren porque olvidamos una pregunta sencilla, profunda y grandiosa: “¿Cómo sería yo si eso me estuviera pasando a mí?”. Cuando la omitimos, dice, cerramos nuestro corazón. El olvido de esa pregunta es, en efecto, un salvoconducto hacia la intolerancia.

En el espacio que dicho interrogante deja vacío, se suele afianzar un concepto que Jaume Soler y Mercé Conangla, mentores de la ecología emocional, consideran consigna básica del intolerante: “Así soy yo, así es el mundo”. Es decir, cuando nuestra visión del mundo, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestro ego son el patrón de medida, todo el que no entra en él descalifica. Y es descalificado. Se trata de un modelo de comportamiento tan riesgoso como extendido, ya que al no existir dos personas iguales, los márgenes de aceptación se reducen al mínimo.


La tolerancia intolerante


Como antítesis aparece una clásica frase que se le suele atribuir a Voltaire (seudónimo de François Marie Arouet), el filósofo iluminista francés del siglo diecisiete: “No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte para que tenga el derecho de decirlo”. Más allá de que Voltaire haya dicho o no esas palabras (que no aparecen escritas en sus obras), sin duda reflejan una clara idea de la aceptación del otro. Y Voltaire sufrió crudamente, en carne propia, las consecuencias de la intolerancia y el fanatismo.


¿Es entonces la tolerancia el obvio camino de salida? La respuesta no resulta tan fácil como parece. “No me gusta la palabra tolerancia, pero no encuentro otra mejor. La tolerancia puede llevar implícita la suposición injustificada de que la fe de los demás es inferior a la nuestra”, escribía el Mahatma Gandhi, líder de la revolución pacífica que derivó en la independencia de la India, en una carta enviada a sus discípulos en 1930, mientras estaba encarcelado. Con sutileza, Gandhi daba en un punto sensible de la cuestión. Tolerar conlleva, de alguna manera, cierto germen de superioridad. Hay un tolerante y un tolerado. En la tolerancia queda aún un matiz de juicio (“Soy mejor que tú, por eso te tolero a pesar de tus defectos”). El vínculo se mantiene en un plano inclinado; no alcanza aún la paridad.


Acaso por esto se escucha con tanta frecuencia la frase: “Soy una persona tolerante”. Es que autodefinirse como tolerante equivale a tener un pensamiento “políticamente correcto”. Y en las últimas dos décadas el pensamiento políticamente correcto (aplicado al trato entre las personas, al uso o no de ciertas palabras, a la defensa de ciertas causas) ha tenido un auge notable. Y riesgoso, al menos según el doctor en filosofía francés Vladimir Volkoff (especialista en manipulación informativa, autor de La désinformation par l’image). “Lo políticamente correcto consiste en la observación de la sociedad y de la historia en términos maniqueos. Lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal”, señala Volkoff. Según su mirada, esta modalidad anula la posibilidad de la discrepancia, exige alinearse en torno de lo que se considera “bueno” y acarrea el riesgo cierto de crear una nueva intolerancia, esta vez hacia quienes no se proclamen “tolerantes”.



El profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, describe a los cultores de esta modalidad como “intolerantes de segundo tipo”, los que “no pueden admitir su condición de tales y hasta se muestran como los campeones de la flexibilidad mental”. Eso no evita que el germen de la intolerancia perdure en su interior. Pablo Latapí, educador e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México, escribe al respecto: “No quiero imaginarme una sociedad democrática –definida por este concepto– como un conjunto de personas que se aguantan unas a otras, que se soportan porque no les queda otro remedio y que están reprimiendo sus antipatías y animosidades recíprocamente”.

Sobre la aceptación


¿Es imposible, finalmente, ser tolerante? Quizá, después de todo, no se trate de ser tolerante, sino de aprender a aceptar. La aceptación, a diferencia del plano inclinado de la tolerancia, es una interacción que se da en un nivel de paridad. En su Diccionario del uso del español (una de las más bellas herramientas para explorar el idioma), la filóloga María Moliner describe la acción de aceptar como “recibir algo considerándolo bueno”. Nada más alejado del prejuicio. Aceptar, en el caso de los vínculos humanos, es tomar al otro sin juzgarlo, acercarse a él como quien se interna en un universo que ofrece infinitos misterios y dimensiones, escucharlo y mirarlo con la intención de percibir en sus palabras y en sus aspectos su singularidad. Aceptar es, también, saber que no se puede cambiar al otro, y que quizá no se debe. Es respetar del mismo modo en que aspiramos a ser respetados, tener en cuenta del mismo modo en el que queremos ser registrados.

En un planeta con más de seis mil millones de habitantes humanos, no existe la obligación para cada uno de tener vínculos con todos los demás. Sería, por otro lado, imposible. Las relaciones interpersonales se establecen a partir de la elección. Elegimos con quién nos vinculamos, y el elegir nos hace responsables de nuestra participación en esa relación. Esto necesita observación, atención, disposición, apertura de mente y de corazón, presencia y tiempo. Los mismos ingredientes forman parte del acto por el cual elegimos no vincularnos con alguien o desvincularnos de esa persona. Y los mismos seis componentes constituyen el más poderoso antídoto contra la intolerancia.


Queda mucho trabajo, personal y colectivo, en el camino hacia la erradicación de la intolerancia en las relaciones interpersonales. Aguarda la tarea de acercar las trincheras de las batallas cotidianas hasta observar los rostros de los demás y empezar a descubrir que se parecen mucho al nuestro. Hay un camino por recorrer para conocer al otro y admitirlo en su identidad. La intolerancia es hija de la ignorancia y madre de las guerras, públicas y privadas, grandes y pequeñas. Aquellos soldados que menciona el historiador Asworth habían hecho ese “peligroso” descubrimiento y los obligaron a olvidarlo. Cristóbal Garro, ex profesor del Colegio Mariano Acosta de Buenos Aires, socio de honor de la Asociación Argentina para la Infancia, dice: “Practicar la tolerancia no significa renunciar a las convicciones personales ni atemperarlas. Significa que toda persona es libre de adherir a sus convicciones individuales y aceptar que los demás adhieran a las suyas propias. Significa aceptar el hecho de que los seres humanos, naturalmente caracterizados por la diversidad de su aspecto, su situación, su forma de expresarse, su comportamiento y sus valores, tienen derecho a vivir en paz y a ser como son”.

Para salir de la intolerancia es preciso aprender una tarea que requiere de las herramientas más valiosas de la inteligencia humana: la de usar los zapatos del otro y sentarse en su silla. Desde allí se asiste a una experiencia siempre deslumbrante y enriquecedora. La experiencia del encuentro.



Por Sergio Sinay

revista@lanacion.com.ar

fuente: http://www.lanacion.com.ar/972201

No hay comentarios:

Publicar un comentario